domingo, 5 de julio de 2020

La piel de un secreto


Somos colinas de arena ignorantes del viento.
Nuestra madre y abuelas, cerros más altos, nos bañan con su sombra;
impiden que por encima de ellas nos asomemos.
A contraluz, su sonrisa se dibuja tenue, al tiempo que
con el dorso que no vemos, salvaguardan nuestra endeble estructura,
jamás puesta a prueba por tempestades que llegan de lejos.

Somos colinas de arena ignorantes del viento.
Nuestro padre y abuelos, de la misma masa, nacidos del mismo ruedo,
crecen hasta que el mar se los concede y luego caen de vuelta al suelo.
Ahí el mar los baña, los entierra, los disuelve en su oscuro firmamento.

Somos colinas de arena ignorantes del viento.
Hasta el día que sin ellos, sentimos el frío de una ráfaga,
viniendo de atrás del horizonte a golpearnos la cara, a esculpir nuestro silencio.

Somos colinas de arena ignorantes del viento.
Hasta que aprendemos que el único secreto legítimo,
es la inocencia de quien aún no se sabe ignorante de esto.

jueves, 29 de marzo de 2018

Corroe lo que toca y por eso mira (DEYT)


Afuera hacía frío. Volteó hacia la chimenea. El rosa le regresó a la cara. En la habitación aledaña estaban doce de ellos, sus amigos. Golpeteando con las uñas contra la madera del marco de la ventana, inventó un ritmo. Sabía que el final había llegado, pero ellos no. Salió del baño XXXXX, aún se secaba la cara así que no lo vio de inmediato. Luego, en una fracción de segundo, seguramente concluyó que si estaba solo era por algo así que le hizo una mueca sonriente y se metió a la sala.
El tocadiscos hizo su triunfal entrada con ese particular arranque de aguja contra acetato, sin nota alguna que lo delate. Sonó primero el material contra material y luego empezó una canción. Él giró para ver de nuevo hacia el frío.
Todos estaban agradecidos de haber llegado a la cabaña antes de la tormenta. Todos se querían infinitamente y los que no, estaban dispuestos a hacerlo pasada la torpeza de las presentaciones. Él era el hilo que sutilmente los vinculaba como una entidad. Ideó que el era las chuecas aristas del trazo infantil de una casa y ellos eran los colores. Alzó la vista para no verse las manos, para sentir que era blanco y negro.
Sus uñas seguían dando ritmo a su microscópica huida de la sala vecina. Regresó a su cavilación, a incurrir en saberse igual que los demás. Su monólogo le dijo que seguramente todos, a la menor provocación, tomarían la oportunidad de ayudar a los miles de desamparados que las ráfagas de nieve habían emparejado en trágicas historias. Su error era quizás precisamente ése: se responsabilizaba de no generar dichas oportunidades él mismo. De todas formas, evitaba siempre los empalagos discursos sentimentales sobre la tempestad que “inconscientemente” habían ayudado a crear o los casos hipotéticos de heroísmo legendario.
Un inocente chillido de XXX festejando la llegada del coro de la canción lo interrumpió. No quería ser como ellos pero deseaba intensamente que lo extrañaran cuando no estuviera. Soltó el compás de sus dedos para llevarse un pellejo del pulgar la boca. Lo arrancó con los dientes y más que escupirlo, lo sopló hacia su liberación espacial. Luego con el índice pasó con fuerza su yema sobre la intrascendente herida. Tal vez eso haría en ese preciso instante. Saldría por la puerta y dejaría que el vendaval lo arrasara. Adentro, en la sala, quedaría una herida imperceptible y sólo muy pocas veces, de noche o viendo por la ventana de un tren, alguno recordaría lo sucedido por unos segundos antes de distraerse con su bebida o de quedarse dormido.
*
No debería hacerlo. Sería estúpido. No hay necesidad. La intriga por lo que no se debe se bebe hasta atragantarse en cuanto se sale del radar paternal y luego se vomita, se exorciza al punto de ser uno candidato a operar el radar. Así les pasa a todos. El es como todos, pero no entiende porque no es igual. Sobó su estómago, ahí adentro existía una braza blanquecina que irradiaba naranja cada que el sentía el impulso por ser así: no igual.
Puso ambas manos sobre la ventana. Era una posición pueril pero a la vez era un último testimonio de a dónde lo había llevado su hambre. Muchos años catalogó la sensación como morbo. Hoy ya sabía que eran ganas por corregir. Mismas que cuando no eran atendidas, se transformaban en la imperiosa seguridad de saber que podía haberlo hecho y de haberlo hecho lo hubiera hecho BIEN. De ahí nunca tardaban en brotar las dudas y frustraciones sobre el no haber saciado aquel empujón gutural. Después venía la tristeza como manto frío ante la inmolación y el eterno regreso de la conclusión: así somos todos.
Veía los copos caer, tanto en la ventana como en los árboles a cientos y miles de metros de distancia. Campo abierto. Campoa-bierto. Cam-po-a-bi-er-to. Las pausas hacían que sonara más o menos apetitoso lo que para otros era agreste en abundantes maneras. Recordó a Bécquer y lo que decía. El mismo recuerdo del español podría morir con él esa misma noche y a nadie le importaría un rábano el baúl de recuerdos que naufragaría en ese mar en el que todos se ahogan a destiempo. Quiso saber qué idea suya, una trabajada a su máximo potencial, bien tallada, currada… cual de todas sería la mayor pérdida. Hay ideas que siempre se están por publicar y se hunden en el frío silencio –primero elegido y después sentenciado-. Son capas de tegumento que forman individuos y con las cuales se moldean ellos mismos.
Luego, los externos, ajenos a tales delicadezas sólo desean tener una de tantas fibras del ausente a la mano. Lo demás, esas millones de páginas labradas, se marchitan hasta la pulverización en cuevas craneales, durante y después de la vida.
Hasta el mismo punto formado con y para Bécquer era justo eso: críptico para todos menos para él. Una pista de su terreno recorrido cuando a nadie le había importado un comino ese terreno. Con el cursor mental corrigió esa última idea, no era la indiferencia de los demás lo que lo dejaba en la penumbra. Era su fobia al protagonismo que los hombres y mujeres huecos reclaman. Por supuesto que anhelaba la atención, pero contradictoriamente, él sólo atendía a los que le preguntaban por respuestas que él jamás quiso compartir de a gratis.
Del otro lado ya todos bailaban, una canción veraniega quien iba a pensarlo. La claridad con la que se desenvolvían le era un gran misterio. No sabía si achacárselo a una confusión personificada en estática tan saturada que se tornaba cálida y envolvente o si genuinamente tenían la iluminación que él siempre había querido alcanzar. Había un balance entre confundidos e iluminados donde nadie sabía cual era cual.
De cualquier forma, sabría que, de sobrevivir, ahí estarían después. Se manejaban con cautela y esa promesa que les hicieron ofrendar (por siempre pescar en el futuro un presente aún mejor) era un sistema de protección casi infalible. Vivían y - en un día tan lejano que aún no se asomaba en el horizonte- morirían protegidos.
Dio un paso hacia atrás y los vio de reojo. No supieron los espiaba y los quería al mismo tiempo. Reían, chocaban caderas, aplaudían, comían botanas y daban tragos grandes a la cerveza. Juntos eran un pedazo considerable de materia sagrada y él no era más que un aguafiestas.
Más que pretender ir con los que ya no vivían ahí adentro o desear salir a buscar a otros que no podían más que imaginar cómo era una fiesta, simplemente lo hizo.
Pensó que la gente que vive mucho, no vive mucho.
Era una idea que tal vez no viviría más allá de él. Entonces cerró la puerta.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Ver a los muertos y la nube sostén que es haberlos probado. Somos las reliquias de los que ya se fueron.


En el rocalloso gris de tu tomografía se alcanzan a oír roedores. Nadie te lo quiere decir. Prefieren escucharte manejar una aeronave averiada. Esa última idea que crees poder retener los últimos instantes será de las primeras en esfumarse a la hora del accidente. Esa escultura bronceada que llevas horneando tantas décadas será tuya y de nadie más. Tus testigos son tus muertos. Te entienden hasta la desintegración. Chillan las mínusculas ratas ciegas. Son estrellas más fugaces que la medición del tiempo. Las oyes a raíz de un hueco teórico por el cual su partida parece no afectarlas. Es un húmedo cementerio, composta que has pedido prestada a meteoritos que tampoco aprendieron a volar. Llegas a una fecha de caducidad impresa en el lomo de un borrico que se niega a avanzar. Su voluntad es la que el látigo dirige. Detrás del mango hay alguien tan aterrado que se ha hecho de concreto. Un rostro más que nadie ha visto. Una violación que sin denuncia, ya no es violación. Aquí adentro no hay necesidad de leyes, sólo la añoranza de viejos soldados por las mismas. De una canción pantanal van saliendo bichitos que aletean y brillan. No tienen nombre pero merecen ser vistos. Son mensajeros de una deidad que apenas sabe guiñar un ojo. El brillo, los guiños y cada golpe con el que se ha hecho sonar una superficie sólida son el ritmo. Corre la prisa, el único censor. Indigestos por los estroboscópicos cortes de tiempo, ahora somos viejos más rápido. Pienso en muchas tardes que aún no recuerdo; demasiado apresurado, demasiado borracho, demasiado no->yo todo el tiempo. Hace falta piel, sobran los ceros. Nos codificamos en murallas translúcidas que resultan incomibles; de ahí el canibalismo. En este tufo que precede el final, importa menos cada día ahora que somos más tierra. Más y más a cada momento, nos hacemos pastosos. Nos mascan ballenas del tamaño de galaxias, por eso no las vemos. Cierro los ojos para siempre y luego, lentamente, los vuelvo a abrir. Aquí estas, aún leyéndome y muriendo al ritmo de los virus, invitados ineptos. No sabes si son ellos, o tú, los sordos al color, los dormidos en la telaraña de la estática. Los secretos parpadean. Están dispuestos a sumergirse pero el orden no deja serlo. La insana cordura ha de tener todo etiquetado, posicionado, rastreado en estorbosos anaqueles. Así lo dictaminó la crianza de occidente.
Yo, el ingrato que del suelo fui levantado y construido para nunca caer del todo aprendo sin memoria que me guíe. Los cohetes apuntan al cielo y queman el suelo. No van a volver. No quieren hacerlo. Cuando los veas de regreso, exhalarán de vuelta en el viento, despedazados. Serán memorabilia a la venta de su propia aventura. Cuántas piedras, de cuantos muros, murales y murallas, todas coleccionadas por los que no las construyeron, no las derribaron y vivieron en la sana distancia de los libros y los videos.

Te gusta lo que no te gusta.
Y lo sabes pero no te sabes.

martes, 20 de marzo de 2018

Al final del final


Cuando queda poco tiempo, la imaginación sale a pescar. Ahora somos muchos los aferrados al tono que marca el anzuelo. Imaginemos todos pues, que esto es sólo un cuento. No son hechos, sino palabras trenzadas las que hacen creernos que las sombras se desbordaron. Por supuesto que no hay, nunca hubo, un infierno. Es sólo un depósito de láminas de penas y desengaños que, a raíz de la historia que hemos venido construyendo en milenios, ahora se ve rebasado en su capacidad. No existen pues, las cárceles tercer e inframundistas; aquello es pedacería de pesadillas de irresponsables que las dejan crecer en el fuego de la caverna de Platón. Hay moscas, sí. Son espías pro bono de dioses tan reales como ocupados. Ellas viajan entre la realidad y la fantasía, haciendo surcos a través de los cuales los menos cansados se despiertan y las maldicen. Los exhaustos, con el lomo descapotable para dejar ver la maquinaría -bujías, pistones y todo- yacen inmóviles. En posición fetal para ligar el cuerpo que su espalda dentada se empeña en desbaratar. Ellos no saben nada de este ejercicio, 'cuentos chinos' les dicen. Curioso que sean justo los chinos los mismos que en sus fábulas no dejan aparecer a los hombres-secreto. Esos a los que no se les cuelga ni la empatía. Su incurable maldición no se relata en las emocionales canciones que revolucionan a los miedosos, a los amantes de la comodidad y a los torpes. Por eso no son. Su mirada es críptica y no hay manera de quererles a pesar de su histórica explotación. Ellos sí que no son ni de aquí, de la hipótesis, ni de allá, la exageradamente concreta materialidad. Yo igual sospecho que ellos, y todos los que viven en algún cerro lo suficientemente alto como para leer las noticias directo del sol, saben desde hace tiempo lo agotados que estamos en ese preciso recurso. Son entes ficticios con mentes informadas que no parlan el lenguaje de la apurada verdad. Entonces, viven en mapas antiguos que jamás fueron digitalizados y son enterrados por hermanos tan translúcidos como ellos. Se les seca la piel más rápido que esta misma hoja jamás impresa y se regalan al viento. Si esto no fueran sólo palabras y pudiéramos ser notas, a eso sonaríamos: a una escama surcando la terracería de un contaminado y lentísimo huracán. Es que ya no hay espacio. No se puede uno tomar nada personal en un universo que de tan pesado empieza a hundirse en sí mismo. Fuimos muchos y seremos nada. Hoy deseamos ser todos los huérfanos y no sólo los niños de cada guerra, a los que hasta esa excepcional desdicha se les arrebata. Queda poco tiempo y la cabeza sabe que es imposible que las lágrimas caigan del techo, que los ciegos ahora miren por dinero, que las tripas se acolmillen para devorar a los herederos; pero sobre todo, reconoce -sin querer ni queriendo- que esto es sólo un cuento.



viernes, 16 de marzo de 2018

Un número 2 en la oscuridad


¿Qué es más importante?
¿El Fuego o el tiempo?
Porque tu mano puede entrar al fuego,
¿pero por cuánto tiempo?

miércoles, 14 de marzo de 2018

Un caballo de fuego que no sabe nadar


Bajó el bordado de un petirrojo siendo apuntado por un láser. Era imposible atinar con la aguja con sus hombros subiendo y bajando, producto de la risa muda que iba impregnando sus entrañas. Siempre había regaládose ácidas bromas que olvidaba antes de tener la oportunidad de compartir. En esta ocasión el chiste le había hecho reír tanto como la había asustado. Pensó en qué ser humano con capacidad de hablar y un par de décadas al lomo no había hecho ya alguna broma del fin del mundo. El cuadro de síntomas del desenlace de este capítulo en la historia humana terrestre era visible desde el espacio. No tenía uno que haber vivido antes para saber que eran condiciones anómalas las que gobernaban el planeta. Sin embargo, había más chascarrillos al respecto que intentos por cambiar nuestro destino. Ya pronto vendría el insustancial colofón y todas las peripecias y desgracias que lo antecederían. ¿Qué diremos todos entonces? ¿Recordaremos cuál fue la broma con la que sentenciamos nuestro camino colectivo? ¿Nos dará eso a la vez más risa? ¿O vergüenza? Intentó pensar en cuál había sido su mejor puntada usando el fin del mundo como remate. No sólo no logró acordarse, se enserió mientras revisaba su hemeroteca personal.
Levantó la aguja y lamió el hilo escarlata para poder apuntar con certeza al ojal.

martes, 13 de marzo de 2018

Después ya nunca nos vimos


Sólo espero que también viva en ti el amargor que me invade cuando recuerdo el habernos conocido.